A través de los años ocurre de todo, podremos estar convencidos de algo en lo que hace unos ayeres estabamos negando con las uñas. Podremos atravesar una serie de cambios, que bien pueden manifestarse en los factores externos de nuestra vida o, como indiscutiblemente nos ocurre, en la introspectiva.
La introspectiva puede significar mover tu propio universo a tu propio ritmo, saber y conocer todo lo que eres y puedes llegar a ser. Puedes lograr manifestar tu amor propio de una forma inexplicable y devolverle al mundo sonrisas genuinas llenas de confianza.
Pero también la introspectiva puede (literalmente) destruirte, asesinar tus neuronas y entorpecer tu conciencia. Puede desencadenar estados de ánimo tóxicos e incluso enfermedades. Muchos lo conocen como «pensar demasiado las cosas», pero muy en el fondo sigue siendo una introspectiva.
A través de los años la introspectiva va cambiando, se hace más rica, más amigable, más serena y llevadera, y nos ayuda a dejar de ser tan duros con nosotros mismos. A comprender que somos humanos, que sentimos pero que también debemos abogar por la paz de nuestra propia alma.
Pero hay algo, que por muchas introspectivas, seguirá igual en nuestros subconscientes. Algo que cambia, pero que a su vez es constante. Y de alguna extraña forma te gusta y no quieres que se vaya nunca, o a veces quieres que se vaya para sentir el mismo entusiasmo cuando vuelva.
Mi introspectiva no cambiará, al menos que tú decidas cambiar la tuya. Entonces me iré sin mirar atrás. Sólo así no habrá equilibrio alguno y la magia de lo constante-variable se esfumará. Mientras, sólo déjame disfrutar de los cambios de ambos y de lo que puede florecer de dos introspectivas que se juntan a través de los años.